Un malentendido histórico llamado “drogas”

 

Fármacos y drogas pueden ser conceptos intercambiables. El segundo suele tomarse como una “mala palabra” que envenena y envilece todo lo que nombra; pero también puede significar medicina, cura. En esa muy antigua ambigüedad para denominar ciertas sustancias, y a sus usuarios, asoman los motivos para mantener una irracional guerra contra las drogas que remite a purgas y cruzadas.

 

 

POR Guillermo Garat

Febrero 13 2021
Ilustración de Armando Fonseca

Ilustración de Armando Fonseca

 

Roland Barthes dice que si alguien regala rosas es porque “pasionalizó” las flores. En la sociedad, hay una correlación de sentidos entre rosa y pasión. Esa huella también opera en el mundo de las drogas. Y, por supuesto, en la guerra contra ellas, que también despierta una pasión irracional.

De la misma manera en que la rosa representa la pasión, la sociedad le atribuye a la expresión “drogas” diferentes eslabones de significados. Algunos son visibles, como el tallo y los frutos de una planta, mientras que otros, ocultos al sentido, yacen agazapados bajo el suelo como un denso rizoma ovillado. A partir de sus significados soslayados surgen los visibles, aquellos reproducidos por los medios de comunicación y los discursos del poder, y que vuelven  la droga un signo maligno, corrosivo e indeseable. Por eso, para muchos, hacerle la guerra es la acción que se cree correcta, en términos absolutos.

Al mal de las drogas, como a todo enemigo, se le declara la guerra. La ceguera que produce esa guerra, la ausencia de diálogo y el autoconvencimiento de las élites gubernamentales parecen hacerles pensar que no vale la pena pasar el asunto por el tamiz académico, tampoco discutirlo como sociedad, debatirlo en el Congreso o analizarlo como adultos. Un reflejo visceral lo impide. El miedo hace girar las aspas de los helicópteros, carga los fusiles de la soldadesca hambrienta contra campesinos malhadados, enciende los radares de la marina y legitima que la policía amarre a jóvenes en las calles.

La sociedad mira el espectáculo en prime time mientras carga o pasionaliza las drogas y clasifica a sus actores como protagonistas –principales o secundarios– en series de Netflix con guiones calcados donde la polarización del bien y el mal se define por penales. En los noticiarios centrales la audiencia se deja caer en la monocorde acción estatal punitiva sobre puntos de venta, decomisos en puertos, aeropuertos y fronteras. La sociedad del espectáculo presencia casi en vivo cómo se desbaratan “laboratorios” raquíticos en lo más indómito de la selva o cómo el lavado de dinero aceita los más altos engranajes de las cúspides políticas y las élites económicas, aunque con mucha menor frecuencia.

 De esta forma, “droga” se ha convertido en una amalgama de connotaciones diabólicas y peyorativas, además de ser un vocablo performático que es heredero de una guerra de poder casi inasible, pues se pierde en la bruma de la historia.

 

EL PHÁRMAKON

En la Grecia Antigua, el phármakon podía ser una droga letal o placentera; también un anatema o un verso engañoso dicho por un sofista; una forma de esperar la muerte, sobrellevar una enfermedad o tener una visión. Podía ser casi todo lo que modificaba en algo el cuerpo y la percepción de los sentidos.

Su traducción habitual es “remedio”. Otra de sus acepciones es “color” o “pintura”. Incluso puede significar un tono artificial que imita la cromatografía de la naturaleza.

El phármakon fue un signo muy cargado para aquella cultura. Una expresión polisémica repleta de sentidos que hasta podían estar contrapuestos. Es medicina y es tóxico. Aunque es una cura, puede agravar un mal. Es veneno y alivio, el placer de usarlo o el disgusto de su abuso. También algo que retrasa o acelera la muerte. Todo eso y mucho más significaba la droga para los griegos letrados.

Platón dejaba entrever que no hay remedio inofensivo. El retórico Protágoras decía que las drogas podían ser “buenas” o “lamentables” porque phármakon era las dos cosas. También un vehículo para el placer, la euforia o el alivio, un goce doloroso o un apaciguamiento. Algo agradable y desagradable. La palabra etiquetaba hierbas, bebidas o ungüentos que lo contenían. Eran –y son– sustancias que relajan, llevan al sueño, intoxican o matan según la dosis. Estramonio, cannabis, opio y ergot eran algunos de los phármakon que hacían a la vez de tóxico, medicina y alucinógeno en el Mediterráneo antiguo. Todos tuvieron uno o varios usos por sus efectos. Por ejemplo, el estramonio, según Teofrasto, el primer botánico griego de quien se conserva un detallado listado de plantas y usos, podía causar locura o muerte en dosis altas, pero en la proporción correcta animaba y hacía que la persona pensara “bien de sí misma”.

En varias ciudades griegas se celebraba un ritual de purificación llamado pharmakos, un sacrificio humano que supuestamente le devolvía la calma al pueblo. El pharmakeus (brujo o mago envenenador) era una persona convertida en chivo expiatorio, sacrificada anualmente en algunas ciudades griegas. Si los dioses mostraban sus dientes, si un temporal devastaba la ciudad, si la cosecha era mala, si sobrevenía una peste u otra catástrofe se apoderaba del pueblo, los agoreros elegían a una persona. La alimentaban y paseaban por la ciudad abofeteándola, golpeando sus genitales (para no reproducir el mal), y la quemaban en una hoguera. Sus cenizas eran arrojadas al mar. El pharmakeus era el mal purgado de la ciudad.

Era un sobrante, un polizón en el barco de la virtud coercitiva de la tradición en la acrópolis. En el mito fundador de la expiación social contra la droga, “la pureza del interior no puede [...] ser restaurada más que acusando a la exterioridad [...] de un suplemento inesencial, [...] perjudicial para la esencia”, escribió Jacques Derrida.

En su momento, Sócrates fue ejemplo de pharmakeus. Sus diálogos, amargos y dulces, esclarecedores y oscuros, con más preguntas que respuestas, amenazaron el entendimiento de la acrópolis. El filósofo esquivo cayó muerto por su veneno discursivo. En el rito de muerte socrático hay mucho de phármakon. El brujo –mago y también envenenador– murió intoxicado, sin defenderse.

 

EL DIABLO FARMACOLÓGICO

De Grecia a nuestros días, el ritual expiatorio y las proyecciones neurótico-masivas siguieron sacrificando sus propios pharmakeus. Cada época le puso una careta nueva al tótem de la purificación social contra el pobre diablo.

En la Edad Media, las deidades paganas y sus celebraciones fueron emparentadas por los cristianos con el demonio, la antítesis mitológica de Dios. Los rituales por fuera del cristianismo fueron observados y penados con muerte, torturas, exilio u ostracismo por la escolástica inquisidora.

Durante siglos, la cúpula eclesiástica selló bulas, firmó cánones y publicó tratados sobre brujería y hechicería con particular énfasis durante el nacimiento de la imprenta, cuando además controlaba su uso. Hablaban en genérico de plantas y ungüentos que las comadres se fregaban. Las brujas usaban drogas, que para entonces eran maléficos canales de comunicación con demonios multiformes. La mitología inquisitoria los describía como hombres con cabeza de cabra o mujeres que volaban montando un palo de escoba, entre otros seres sobrenaturales.

Los vasallos debían denunciarlos obligatoriamente y de forma anónima. Ese complejo, que el filósofo español Antonio Escohotado denomina “místico-persecutorio”, borró las diferencias entre phármakon y pharmakeus desde el siglo XIII hasta el XVIII. De esta manera, el consumidor de la droga también la encarnaría, recibiendo ambos el mismo trato peyorativo indisociablemente.

El uso de “hierbas maléficas” y ungüentos debía ser justificado por las autoridades, así como estar mediado por un médico de intachable conducta que los administrara a una persona de idénticas cualidades morales.

En el presente se sigue insistiendo en que las drogas son benéficas (y hasta mágicas) en manos de médicos, pero perniciosas en las del resto de la población. La praxis policial y judicial, así como la punición química –aquellos tratamientos psiquiátricos ordenados por jueces o fiscales que no tienen ni control ni pautas científicos o de derechos humanos–, guardan estrechas semejanzas con aquellas ordalías.

“Si se hallare al reo untado con algunas grasas, ello es indicio para el tormento léase tortura–, y más si no pudiera justificar tales grasas, pues es sabido que los brujos se valen comúnmente de tales drogas en sus maleficios”. Las palabras son de Jean Bodin (1529-1596), magistrado francés e instructor de jueces sobre brujería, además de célebre propagandista de métodos de tortura ejemplarizantes contra brujas disidentes y reos condenados por la sola suspicacia inquisidora.

Bodin fue uno de los más acérrimos absolutistas franceses e inauguró contra el farmakeus un nuevo rito al que llamó “demonomanía”. En síntesis, el uso de drogas, o lo que la escolástica entendía como tal, era prueba suficiente de que un individuo tenía comunicación con el diablo.

 

LOS MITOS DE HOY

El significado de las drogas sigue siendo bastante parecido al de entonces. Ante el mal se impone la guerra, la persecución, la sospecha, la quema pública. Y también la burla, el chiste fácil o ese destierro contemporáneo llamado bullying.

Los medios masivos ayudaron a crear la idea de un otro periférico y amenazante que planta, distribuye o usa drogas. Un sujeto con derechos civiles suspendidos, de caracterización muy distorsionada, cargado de juicios morales, que tiene algo de real y algo de fantástico y oculto, como todo ser mitológico.

Los mitos adoctrinan. Enseñan lo desconocido. Explican lo inexplicable. También ocultan al mismo tiempo que glorifican lo que una sociedad no quiere ver y la unen en pos de un algo. Acompañan y dan sentido a la vida y la muerte. Además, capacitan para vivir y para la reacción –la suspensión de derechos civiles, el encarcelamiento, la burla, el estigma– que justifican. El mito de las drogas ha llegado demasiado lejos en ese sentido. Porque “la droga” en sí no es nada. Es una categoría útil solo para la simplificación mediática, un efectivo asustasociedades en boca de médicos higienistas neoinquisidores, un latiguillo fácil para políticos conservadores deseosos de usar su maquinaria de guerra, un lugar común para que policía y aparato judicial o médico actúen sin respeto por los derechos civiles, y un chivo expiatorio para problemas familiares, desviaciones sociales y patologías psíquicas.

“La droga no existe como sustancia o conducta, [pero] sí como leyenda o mito más poderoso y amenazante [cuanto] menos definido esté”, dice el investigador Juan F. Gamella. Este miedo a lo desconocido, y el consiguiente temor a la desestabilización, se combaten con el más serio de los arsenales humanos: la guerra, la internación no voluntaria, la mano dura.

La narrativa pública privilegia el mito poderoso, amenazante y mal definido sobre la comprensión de fenómenos económicos como la pobreza o la exclusión, o incluso farmacocinéticos y conductuales, superpuestos a los planos público y privado. Los diversos impactos y consecuencias de quien usa o abusa de drogas –fenómenos no diferenciados por la opinión pública– tienden a confundir phármakon con pharmakeus, y siguen invocando la solución del ritual purificador del pharmakos. Entonces se fetichiza a un otro, a unos “ellos” malvados, un sencillo agente explicativo del mal supremo que surge a primera vista.

Cuando, por ejemplo, la prensa escribe sobre drogas, omite factores culturales, sociales, económicos y políticos que explican y enmarcan el microtráfico, incluso el narcotráfico: la pobreza, la falta de techo-comida-hogar-afecto y una larga lista de etcéteras en el olvido. Y lo puede hacer porque hay una idea social sobre qué son las drogas, más poderosa que cualquier discurso alternativo.

Sobran ejemplos. Quizás el más obsceno sea el de los campesinos latinoamericanos que, asfixiados económica y culturalmente, no pueden más que plantar unas especies vegetales muy codiciadas en el mundo entero, curiosamente fiscalizadas, pero con una inmejorable rentabilidad. Quienes definen y articulan el modelo de negocios recogen su materia prima, de los rincones más postergados y maltratados, como ningún otro rubro agrícola.

Durante la guerra fría nació el paradigma jurídico planetario contra las drogas: la “reeducación” y el disciplinamiento químico (léase tratamiento). Su narrativa era más moral e ideológica que racional o científica. Todos los países del hemisferio cambiaron sus legislaciones para enfrentar al enemigo. Primero policializaron, luego militarizaron, y aquí estamos. El consumo, el uso, el tráfico, la corrupción, las ganancias del lavado, las reservas de los grupos criminales, la violencia, todo lo corrosivo aumentó hasta lo incontrolable.

Los años setenta fueron el mojón fundacional de la guerra contra las drogas en América Latina. La incomprensión del fenómeno creció como crecen las malas ideas: a punta de metralla, con miedo. Corrompiendo, encarcelando y haciendo de la droga un malentendido semántico que llegó demasiado lejos. Y se hizo mintiendo. Los gobiernos del mundo entero se prometieron acabar con las drogas, pero demanda y oferta no pararon de crecer, como tampoco el malentendido.

El fin de las drogas, sepultarlas para siempre, olvidarlas, no es la única mentira que cobijamos dulcemente. El expresidente estadounidense Richard Nixon fue quien llevó la guerra al campo de las drogas, salpicando a América Latina con un problema mal definido y una acción penosamente ejecutada. Nixon sabía que mentía –como otros tantos–, pero igual decidió intervenir en nombre del bien.

“La campaña de Nixon en 1968 y la Casa Blanca tenían dos enemigos: la izquierda pacifista y el movimiento afro [...]. Sabíamos que no podíamos ilegalizar el estar en contra de la guerra o de los negros, pero haciendo que el público asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y luego criminalizándolos fuertemente, podríamos perturbar sus comunidades. Arrestar a sus líderes, asaltar sus hogares, interrumpir sus reuniones y difamarlos noche tras noche en las noticias de la tarde. ¿Sabíamos que estábamos mintiendo sobre las drogas? Por supuesto”, admitió John Ehrlichman, asesor de seguridad interna durante la presidencia de Nixon, a Harper’s en una entrevista hecha en los noventa pero publicada recién en abril de 2016.

Quienes quieren la guerra saben que mienten. La droga es una de las mejores justificaciones intervencionistas que la humanidad ha inventado. Y la guerra, el peor de los desastres que repite la historia, sin piedad.

Al hablar de drogas conviene desagregar sus categorías, desovillar la madeja. La peor narrativa sobre ellas tiende a relacionar la pobreza, la violencia y la corrupción con dichas sustancias fiscalizadas, con su uso y con su comercio. Las drogas no generan pobreza, marginación, violencia ni corrupción. Son personas, clanes e instituciones públicas o privadas los que lo hacen. La droga como madeja esconde inequidad y relaciones desiguales de poder, oculta información, sostiene una parte sustancial del mundo de las cárceles, justifica la represión en ciertas comunidades y estigmatiza, sobre todo a los jóvenes.

El peor uso de las drogas lo garantizan los Estados con la prohibición: corrupción, mentiras repetidas hasta que parezcan verdades y falta de acceso a la información sobre las sustancias que casi todos los países toleran pero mantienen en la clandestinidad por doble moral, conveniencia o ignorancia. Todo eso es la droga. Y hasta que no lo veamos, el malentendido seguirá bajo el suelo, creciendo como raíces. Hasta que la sociedad no desoville la madeja seguiremos confundiendo el ritual de la purga con una batería de soluciones racionales. Por eso, al hablar de drogas conviene aclarar de qué estamos hablando. Porque la droga no es nada. O es muchas cosas a la vez. La droga es la desesperación de una familia, es un negocio internacional, es lo que mueve la política de no pocos países latinoamericanos, lo que aceita el negocio inmobiliario o las reuniones nocturnas en todas las clases sociales cada vez con mayor frecuencia. También es un fantasma para no pocos médicos psiquiatras, psicólogos e internistas. Es un pinche negocio para las clínicas de rehabilitación, que finalmente no “rehabilitan” a casi nadie. ¿No será que estamos enfocando mal todos estos y muchos otros problemas? ¿Que nuestra epistemología de las drogas descansa en supuestos nunca probados? En su conciencia significante se ovillan tantos problemas que parecen causar demasiado caos para cuatro o cinco sustancias –¿controladas?– por Naciones Unidas y cada Estado. Por eso la droga no explica nada o lo explica todo: porque es un mito pero su tótem se está resquebrajando. Y por eso es necesaria una nueva narrativa pública, un debate que privilegie la comprensión en lugar de caer en lugares comunes.

ACERCA DEL AUTOR


Periodista freelance. En los últimos diez años enfocó su trabajo en las consecuencias de las políticas de drogas en América Latina. Es colaborador de Associated Press en Uruguay. Sus artículos han sido publicados en diversos medios internacionales como el New York Times en Español, El País, Gatopardo, Anfibia y Vice, entre otros.